jueves, 3 de julio de 2014

De viaje por las tierras de mi infancia. En el autobús me acompaña la lluvia en danza diagonal contra los cristales. Una gran paz me invade. La lluvia tiene algo de reverencia, como si el cielo se hiciese tacto enamorado buscando el contacto contra el cuerpo múltiple de la tierra y sus criaturas.

En la mañana salgo a pasear con mi madre, miramos los manzanos, las higueras, pasamos los dedos por entre las lavandas con cuidado de no molestar a las hacendosas abejas, admiramos las matas de margaritas, cada una hace presión en la canilla de la fuente para que la otra pueda beber. Mi madre me dice que todos los días da las gracias. Y seguimos caminando, admirándonos de la belleza e intentando distinguir si esa rama cargada de fruta es de ciruelas amarillas o de albaricoques, saludando a los pájaros y agradeciendo.

Por la tarde sigue la lluvia. Su compañía va lavando el rostro de la pequeña ciudad, las calles se ven más bonitas sumergidas dentro de la nube. También las impurezas de mi atmósfera mental se van disolviendo en esta dulzura del agua, su canto, su movimiento que ablanda las costras más duras, los pensamientos más resecos y enquistados.

La lluvia no tiene prisa por ser ni yo tengo prisa por recibirla. Me habla y escucho, me abre y escucho. Gran amiga que me has ayudado a estar presente en este día, gran aliada, gracias.


La paz
oliendo a tierra mojada
y el corazón
agradecido
vuelve a abrazar las semillas
expandidas
por el viento del Ser

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